viernes, 23 de agosto de 2013

¡No me importa tu Presente!

¡Que me importa..., tu presente!
De tu pasado, pebete de cuarenta y tantos, rascando la siluete se te veía la jeta y los ojos que miraban reflejaban tu alegría.
Tu presente te muestra una imagen desgastada, ¡el que las hace, las paga!
Ansí lo decidiste de pebete, hoy el tiempo te devuelve lo que has cosechado.
Soledad y amargao el cachetazo de la vida. Tu rutina pararte en los tablados, aunque cansado fue tu deseo cumplido, no sabías que el Destino de tiempo no sabe nada.
Ya doblaste la esquina, ¡mira las cosas de esta vida!, con sesenta lunas a cuestas tenes que seguir de gira.
¡Pucha esta vida! Cansado, arrastrando los pies por todo el mundo,  cada día estás más solo aunque te creas lo contrario. Fijate quien te espera en tu casa, ahí está la verdad y la respuesta ¡Cache mi hijo, te lo has buscao...!
Que me importa tu presente! A todos has abandonado
  L.C.

domingo, 18 de agosto de 2013

A Maurice Blanchot

Jacques Derrida
Texto leído en el transcurso de la ceremonia de incineración de Maurice Blanchot. el 2 de febrero de 2003. publicado en una versión resumida en Libération, París. 26 de febrero de 2003.
 Edición digital: Derrida en castellano.
Desde hace algunos días y algunas noches, me pregunto en vano de dónde sacaré fuerzas para hablar aquí, ahora.
Me gustaría pensar, y espero poder seguir pensándolo todavía, que esas fuerzas, que de otro modo no tendría, me vienen del propio Maurice Blanchot.
¿Y cómo no estremecerse en el momento de pronunciar aquí mismo, en este mismo instante, este nombre, Maurice Blanchot?
Sólo nos queda pensar interminablemente, prestar oídos para escuchar aquello que continúa resonando, y no dejará de hacerlo, a través de su nombre, en su nombre, no me atrevo a decir en tu nombre”, pues me acuerdo todavía de lo que Maurice Blanchot pensaba y había declarado públicamente sobre esa excepción absoluta, ese privilegio insigne que la amistad confiere, a saber, el de un tuteo del que él decía que era la suerte única de su amistad con Emmanuel Lévinas.
Emmanuel Lévinas era el gran amigo que Maurice Blanchot, como me confesó en una ocasión, lamentó tanto ver morir antes que él. Quiero honrar aquí su memoria y asociarla en este momento de dolor a las deGeorges Bataille, René Char, Robert Antelme, Louis-René des Forêts, Roger Laporte.
Cómo no estremecerse al pronunciar aquí y ahora este nombre, este nombre más solo que nunca, Maurice Blanchot, cómo no estremecerse cuando, invitado a hacerlo, debo hacerlo en nombre de todos aquellos y de todas aquellas, que aquí mismo o en otros lugares, aman, admiran, leen, escuchan, se han acercado a aquel a quien tantos en el mundo entero, desde hace dos o tres generaciones, consideramos como uno de los mayores pensadores y escritores de este tiempo, y no solamente de este país?
Y no solamente en nuestro idioma, pues la traducción de su obra se extiende continuamente y continuará irradiando con su secreta luz en todos los idiomas del mundo.
Maurice Blanchot, desde que tengo memoria, a lo largo de mi vida de adulto, desde que empecé a leerle (hace más de cincuenta años). y sobre todo desde que le conocí, en mayo de 1968, y no dejó de honrarme con su confianza y su amistad, me había acostumbrado a oír ese nombre de un modo distinto a como se oye el nombre de alguien, un tercero, el autor incomparable que citamos y en quien nos inspiramos; lo oía de un modo distinto a como oímos el ilustre nombre de un hombre, un hombre del que admiro tanto la fuerza de exposición, en el pensamiento y en la vida, como la fuerza de retirarse, el pudor ejemplar, una discreción única en estos tiempos. que le mantuvo siempre lejos. deliberadamente, por principio ético y político, de todos los rumores y de todas las escenas. de todas las tentaciones y de todas las seducciones de la cultura, de todo lo que nos urge y precipita hacia la inmediatez de los medios de comunicación, de la prensa, de la fotografía y de las pantallas. Uno se pregunta si, después de haber abusado en ocasiones de su reserva y de su invisibilidad, la demagogia de algunos no les lanzará mañana, precisamente demasiado tarde y empujados por los remordimientos, sobre fetiches negociables, confirmando de este modo la misma negación o el mismo desconocimiento.
Al hablar del alejamiento de Blanchot, desde hace varios decenios, permitidme que dé las gracias aquí aMonique Antelme. Quiero expresarle públicamente, en esta ocasión. mi gratitud y la de muchos otros. Este reconocimiento es para una amiga cuya fidelidad, entre el retiro de Blanchot y el mundo, entre él y nosotros, fue a la vez la de una aliada. en realidad la alianza misma, la amable, generosa y leal deferencia.
Acabo de señalar la fecha de un primer encuentro, en mayo de 1968. Sin pretender volver a recordar la causa o la ocasión de este encuentro personal, que para nosotros concernía ante todo a un problema de naturaleza ética o política, quiero hacer notar solamente que en aquel momento, en mayo de 1968. Blanchot estaba con todo su ser, cuerpo y alma, en la calle, totalmente comprometido, como lo estuvo siempre, con lo que se anunciaba como una revolución. Porque de todos sus grandes compromisos, sin olvidar los de antes de la guerra, y los de la ocupación, los de la guerra de Argelia y del “Manifiesto de los 121”, todos ellos inolvidables también, y los de Mayo del 68, de todas estas experiencias políticas nadie supo mejor que él, con más rigor. lucidez y responsabilidad, extraer todas sus enseñanzas. Nadie supo mejor que él, ni tan pronto, asumir las interpretaciones y las reinterpretaciones, incluso las reconversiones más difíciles.
Este nombre, Maurice Blanchotme había acostumbrado a pronunciarlo, no ya como el de una tercera persona, el de un hombre extraño y secreto del que se habla en su ausencia, y que uno descifra, transmite, invoca, sino como el nombre de alguien vivo a quien en este momento hablamos, a quien uno se dirije, un hombre que fue, más allá de la nominación, la apelación siempre destinada a alguien cuya atención, vigilancia, deseo de responder, exigencia de responsabilidad, asumimos tantos de nosotros como las más rigurosas de estos tiempos. Ese nombre se había convertido a la vez en el nombre familiar y extraño, tan extraño, tan extranjero como el de alguien a quien llamamos o que nos llama desde fuera. inaccesible, infinitamente lejos de sí, pero un nombre también íntimo y antiguo, un nombre sin edad, el de un testigo de siempre, de un testigo sin complacencias, de un testigo que vela en nuestro interior, del testigo más cercano, pero también del amigo que no me acompaña, preocupado por dejaros con vuestra soledad. siempre atento no obstante a permanecer cerca de vosotros, atento a todos los instantes, a todos los pensamientos, a todas las preguntas también, a las decisiones y a las indecisiones. El nombre de un rostro que la amabilidad de la sonrisa no abandonó ni un segundo durante todos nuestros encuentros. Los silencios, la respiración necesaria de la elipsis y de la discreción, en el transcurso de aquellas conversaciones, aquél fue también, por lo que puedo recordar, un tiempo afortunado, sin la más mínima interrupción, el tiempo ininterrumpido de una sonrisa, de una espera confiada y benevolente.
Una infinita tristeza me ordenaría ahora callarme y al mismo tiempo dejar hablar a mi corazón, para responderle una vez más, o para interrogarle como si esperara todavía una respuesta, para hablarle una vez másél, ante él y no solamente de él, como si estar ante él para dirigirme a él significara todavía algo para élPor desgracia esta tristeza sin fondo me priva cruelmente tanto de la libertad como de la posibilidad de llamarle, como lo hacía todavía hace poco por teléfono. Oía entonces el sofoco de su voz claramente debilitada, pero haciendo esfuerzos por resultar tranquilizadora evitando cualquier queja. Nada puede privarme del derecho a llamarle, allí donde, perdida toda esperanza, no puedo sin embargo renunciar hablarle –dentro de mí.
Y sin embargo. Maurice Blanchot en vida. Maurice Blanchot mientras vivía, aquellos que lo han leído y escuchado lo saben perfectamente, fue alguien que no dejó nunca de pensar en la muerte, incluso en su propia muerte, en el instante de la muerte, lo que tituló El instante de mi muertePero siempre como lo imposible. Y cuando se obstinaba en hablar de la muerte imposible (hasta el punto de que, como tantos de sus amigos, para luchar contra los peores presagios de lo ineluctable, me animaba a veces, haciéndome el ingenuo, esperando que fuera inmortal, o en cualquier caso menos expuesto a morir, por decirlo de algún modo, que todos nosotros: mientras que un día, al volver del hospital después de una caída de la que acababa de reponerse, me escribió en un tono inhabitual: “Ya ves, estoy hecho de buena pasta”), sí. cuando él se dedicaba a considerar la muerte como imposible, no entendía con eso una victoria exultante de la vida sobre la muerte, sino más bien la aquiescencia con aquello que viene a poner límites a lo posible, y por tanto a todo poder, allí donde, La escritura del desastre lo precisa, aquel que quisiera todavía dominar ese no-poder. “convertirse en un maestro de la no-maestría”, debe entonces enfrentarse, “como si fuera otro, a la muerte como aquello que no sucede o como aquello que retorna (desmintiendo, de una manera demente, la dialéctica, y conduciéndola a buen puerto) como la imposibilidad de toda posibilidad”. Decir de la muerte que no tiene lugar, no es por tanto ni una afirmación del triunfo de la vida, ni una negación, ni un arranque de rebeldía o de impaciencia, más bien la experiencia de lo neutro que él define de este modo en Le Pas au-delà:

La amable prohibición de morir allí donde de umbral en umbral, ojo sin mirada, el silencio nos transporta con la proximidad de lo lejano. Palabra por pronunciar todavía más allá de vivos y muertos, testimoniando con la ausencia de testimonio (p. 107).

Porque más allá de todo lo que una lectura precipitada nos haría creer, más allá de lo que su constante atención a la muerte, a ese acontecimiento sin acontecimiento del morir nos puede hacer pensar, Maurice Blanchot sólo amó, y sólo afirmó, la vida y el vivir, y la luz de todo lo que se manifestaba. Tenemos mil pruebas de ello tanto en sus textos como en la manera en que ha aceptado la vida, en que ha preferido la vida, hasta el final. Me atrevo a decir que con una especial alegría, la alegría de la afirmación y del “sí”, una alegría distinta a la de la gaya ciencia, menos cruel sin duda, pero una alegría, la alegría misma de la felicidad que cualquier oídosensible no podía dejar de percibir. En todos los escritos que dedicó a la muerte, es decir, en realidad en todossus escritos, ya se tratara de discursos de tipo filosófico o filosófico-político que han zarandeado todo el campo del pensamiento, de su historia, de sus obras canónicas y de sus progresos más inéditos, ya se tratara de sus exégesis literarias que han inventado, a propósito de tantos corpus franceses y extranjeros, otras formas de leer y de escribir, ya se tratara de sus relatos, novelas, ficciones (que apenas se están empezando a leer ahora y cuyo futuro está casi intacto), ya se tratara de todas las obras que, como L’attente l’oubli L’Écriture dudésastremezclan de una forma indisociable, y de una manera todavía inédita, la meditación filosófica y la ficción poética, pues bien, en todas partes, lo mórbido y lo letal no tienen nada que ver con el timbre o la tonalidad musical de esta palabra. Contrariamente a lo que se dice a menudo y a la ligera. Ninguna complacencia en él, numerosas citas podrían confirmarlo, con la tentación suicida o con cualquier otro tipo de negatividad. Si leemosLe Denier Hommepodemos oír a aquel que, antes de pronunciar “había llegado a convencerme de que primero le había conocido muerto y después moribundo” ya había dicho, cito, la “felicidad de decir sí, de afirmar continuamente” (p. 12).
Me gustaría, para cederle definitivamente la palabra en el momento el que para nosotros todo se reduce a la experiencia de las cenizas, leer todavía algunas líneas de L'Écriture du désastreese inmenso libro obsesionado por la innombrable incineración que fue el holocausto. cuyo acontecimiento como se sabe, como si fuera otro nombre del desastre absoluto, se convirtió pronto en el centro privilegiado de gravedad de su obra. Como lo será indirectamente en todas partes, el holocausto fue recordado en el principio del libro. Que designa la “quemadura del holocausto, el aniquilamiento de mediodía”, y “el olvido petrificado (memoria de lo inmemorial) que constituye el desastre”, incluso si ese desastre, dice además. “lo conociéramos tal vez con otros nombres...” (p. 15).
¿Cómo y por qué el dolor y el duelo nos corta la respiración, por qué nos sentimos desterrados, sin aliento, como si estuviéramos bajo el impacto de un acontecimiento inaudito, en el momento en que nos abandona alguien que sin embargo no ha dejado nunca, en sus obras y en sus cartas (como pueden demostrar, casi sin excepción, todas las que he recibido de él desde hace decenios), de hablar de la inminencia de su muerte, pero también de que la muerte era imposible?, ¿y que de todas maneras, si no llegaba nunca, era porque ya había llegado? No podíamos estar más preparados para su muerte, preparados por él mismo, y al mismo tiempo más desamparados, más mortificados, más tristes por adelantado y más incapaces de mitigar lo imprevisible. La muerte siempre inminente, la muerte imposible y la muerte ya pasada, tres certidumbres aparentemente incompatibles pero cuya implacable verdad nos ofrece el don de la primera provocación a pensar. Aquello de que levanta acta y sella L'Écriture du désastre:

Si es cierto que. para cierto Freud, “nuestro inconsciente no sabría representarse nuestra propia mortalidad”, esto significa a lo sumo que morir es irrepresentable, no solamente porque morir no tiene presente, sino porque no tiene lugar, ni siquiera en el tiempo, en la temporalidad del tiempo (pp. 181-182).

Luego, hablando de una particular “paciencia” que, dice él, “sólo sufrimos ‘en nosotros’ como la muerte de otro o la muerte siempre otra, con la que no nos relacionamos pero de la que. más acá del infortunio, nos sentimos responsables”, concluye:

No hay nada que hacer con la muerte que siempre ha tenido lugar: acción de la inacción, desvinculada de un pasado (o de un futuro) sin presente. De este modo el desastre estaria masallá de lo que entendemos por muerte por abismo, en cualquier caso por  muerte, puesto que no hay más lugar que para ella, desapareciendo sin morir (o lo contario).

“...o lo contrario”: desaparecer sin morir o morir sin desaparecer, la alternativa no es fácil. Se desdobla ella misma, como precisamente hoy podemos ver. De aquel que nos la ha dado a pensar, podemos decir hoy que muere sin desaparecer pero también que desaparece sin morir. Su muerte puede seguir siendo inimaginable, a pesar de que ya ha tenido lugar. Entre la ficción literaria y el irrecusable testimonio, L’Instant de ma mort nos proporciona el relato y su inconcebible temporalidad. Aquel que entonces, en cierto modo, murió ya, y más de una vez, sopesaba y examinaba todavía lo imponderable. Cito:

[...] el sentimiento de liviandez que no sabría cómo traducir: liberado de la vida?, ¿el infinito abriéndose? Ni felicidad ni desdicha. Ni la ausencia de temor tal vez ya un paso mas allá. Sé, imagino, que este sentimiento inanalizable cambió lo que le quedaba de existencia. Como si la muerte fuera de el no pudiera ya más que enfrentarse a la muerte dentro de él. “Estoy vivo. No, estás muerto...

“Estoy vivo. No. estás muerto”, estas dos voces se disputan o se reparten la palabra dentro de nosotros. E inversamente: Estoy muerto. No. estás vivo.
La carta que acompañó el envío de L’Instant de ma mortel 20 de julio de 1994, me decía, desde las primeras palabras, como para señalar la vuelta o la repetición de los aniversarios: “20 de julio, hace cincuenta años conocí la felicidad de ser casi fusilado. Hace veinticinco años pisábamos por primera vez la luna”.

Entre las advertencias más dignas que debo fingir por un momento olvidar o traicionar están aquellas, memorables, de la amistad misma, quiero decir, aquellas que dan paso, en cursiva, a la conclusión titulada “La amistad” en el libro del mismo título L'Amitiéreunido y dedicado, como se sabe, a la memoria y a la muerte de Georges Bataille:

¿Cómo aceptar hablar de este amigo? Ni para hacer un elogio, ni en interés de cualquier verdad. Los rasgos de su carácter. las formas de su existencia. los episodios de su vida, incluso coincidiendo con la investigación de la que se sintió responsable hasta la irresponsabilidad, no pertenecen a nadie. No hay ningún testigo [...] Ya sé que están los libros. Los libros permanecesn provisionalmente. incluso cuando su lectura nos abre las puertas a la necesidad de esta desaparición a la que ellos se retiran. Los libros mismos remiten a una existencia (pp. 326-327).

Y en cuanto a “lo que introduce en ella de imprevisible la extrañeza del final Blanchot insiste todavía:

Y ese movimiento imprevisible y siempre oculto en su infinita inminencia —el de morir tal vez— no proviene de que el termino no pueda darse por adelantado, sino de que no constituye nunca un acontecimiento que tiene lugar, incluso cuando tiene lugar, [un événement qui arrive, même quand il survient] nunca una realidad capaz de asirse: inasequible y manteniendo totalmente inasequible a aquel a quien está destinado (p. 327).

Estas palabras. retomémoslas. aprendamos esta distinción entre sobrevenir  [survenir] y llegar [arriver].Digamos que la muerte de Blanchot ha sobrevenido [survenue] innegablemente, pero que no ha llegado, que no llega. Que no llegará nunca.[elle n’est pas arrivée, elle n’arrive pas. Elle n’arrivera pas.]
Incluso si Blanchot nos ha puesto en guardia contra todas las leyes del género y de la circunstancia, contra el elogio del amigo y contra el género biográfico o bibliográfico de la oración, incluso si, de cualquier manera, ningún discurso, aunque fuera interminable, podría compararse aquí con la dimensión de semejante deber, permítanme dedicar algunas palabras a aquellos y a aquellas que están aquí, sus lectores y lectoras, sin duda, pero también sus familiares, vecinos y amigos que, en Mesnil-Saint-Denis, colmaron a Maurice Blanchot con sus atenciones y su afecto hasta el final (pienso en particular en Cidalia Da Silva Fernandes, a quien doy las gracias); estas pocas palabras, por tanto. para convencerles una vez más de nuestro agradecimiento y de lo siguiente: aquel a quien acompañamos hoy aquí nos lega una obra que no acabaremos nunca de agradecer lo bastante, tanto en Francia como en el resto del mundo. A través de los fluidos de una escritura sobria y fulgurante, que interroga incesantemente y pone en duda su propia posibilidad, ha influido en todos los dominios. en el de la literatura y la filosofía, en los que no se ha producido nada que él no haya conocido e interpretado de una manera inédita, en el del psicoanálisis, en el de la teoría del lenguaje. en el de la historia y la política. Nada de aquello que habrá preocupado al siglo pasado y ya a éste, sus inventos y sus cataclismos. sus mutaciones, sus revoluciones y sus monstruosidades, nada de todo eso escapó a la alta tensión de su pensamiento y de sus textos. A todo eso respondería como si estuviera afrontando implacables exhortaciones. Lo hizo sin el respaldo de ninguna institución, ni la de la universidad y ni siquiera la de los grupos o asociaciones que constituyen en ocasiones determinados poderesa veces incluso en nombre o en representación de la literatura de la edición y de la prensa. La irradiación a veces invisible de su obra en todo lo que ha cambiado y transformado nuestras maneras de pensar, de escribir o de actuar, no creo que pueda definirse con palabras tales como “influencia” o “discípulos”. Blanchot no ha hecho escuela, dijo por lo demás lo que tenía que decir sobre los discursos y disciplinas pedagógicas. Blanchot no ha tenido eso que se llama influencia sobre discípulos. En su caso se trata de algo muy distinto. La herencia que nos deja nos promete una huella más íntima y más grave: inapropiable. Nos dejará solos. nos deja más solos que nunca con responsabilidades infinitas. Algunas nos comprometen ya con el futuro de su obra, de su pensamiento, incluso de su firma. La promesa que le hice a este respecto por mi parte seguirá siendo indefectible, y estoy seguro de que muchos aquí compartirán esta fidelidad.

Con regularidad, una o dos veces al año, le telefoneaba y le enviaba una tarjeta postal del pueblo de Eze. Hace dos años lo hice junto con Jean-Luc-Nancy, nuestro amigo común que se encuentra hoy aquí, junto a mí, y sobre quien Blanchot dirigió a menudo su pensamiento, particularmente en La Communauté inavouable.Cada vez que le enviaba una vieja tarjeta postal de antes de la guerra, después de haberla elegido en la tienda de algún coleccionista que hay en las callejuelas de ese viejo pueblo de Eze, en el que Blanchot, hace tiempo, había residido y sin duda se había cruzado alguna vez con el fantasma de Nietzsche, de quien un camino lleva todavía su nombre, cada vez por tanto, a medida que los años pasaban, no quería preocuparme y me decía a mí mismo, con el mismo fervor ritual, afectuoso y un poco supersticioso: todavía le enviaré otras muchas tarjetas postales.
Hoy sé que sin volver a echar ya esos mensajes al correo, continuaré escribiéndole y llamándole, dentro de mi corazón o de mi alma, como se suele decir, mientras viva.

THEODOR W. ADORNO

[...] Creo que justamente en la situación alemana este concepto de fundamento, suelo u origen desempeña un papel especialmente funesto, y que verdaderamente una gran culpa le corresponde al pensamiento de Heidegger. En este pensamiento la idea de lo primero tiene un sentido ontológico excelsamente sublimado; el del ser, que está más allá de la separación entre el concepto por una parte y el ente singular por otra, y que se expresa para conseguir la concreción que le corresponde como algo más allá de tal escisión, casi siempre en locuciones tales como suelo, origen, fundamento. De tales expresiones asegura continuamente Heidegger que dicen solamente algo sobre estructuras del ser, que de ninguna manera implican valoraciones sobre ningún fenómeno concreto intrasocial. Pero como tales expresiones proceden de manera necesaria de relaciones agrarias o pequeño-artesanas más o menos residuales, se efectúa un cambio que precisamente acopla de algún modo determinadas figuras ideales de una estrecha vida provinciana, regional, comunitaria, con aquellos caracteres del ser. Con esta tendencia corre igualmente paralela otra: que todos esos conceptos de los que Heidegger asegura que no están pensados en un sentido jerárquico, que están exentos de valoración; como se acostumbra a decir vulgarmente en el lenguaje de Max Weber, se transforman cada vez más en juicios de valor. Cuanto más fuertes son las asociaciones agrarias y artesanas, tanto más aparecen juicios de valor sociales: que la existencia campesina está más cerca de los presuntos orígenes, y que la vida en el campo con su provincianismo y demás acompañamiento es una forma de existencia más alta que la de la ciudad.
En su trabajo ¿Por qué permanecemos en la provincia? ha destapado Heidegger el secreto, por decirlo así. El texto ha sido impreso nuevamente en el libro de Guido Schneeberger[i], libro por otra parte de gran riqueza de documentación, cuyo estudio recomendaría encarecidamente a todos aquellos que se ocupan de ontología fundamental. En este trabajo ¿Por qué permanecemos en la provincia? pueden ver cómo la pureza presuntamente ontológica de los textos de Heidegger da paso a la alabanza de la vida sencilla, campesina, y por tanto a una especie de ideología de la sangre y el suelo. Quiero mostrarles algunas de sus formulaciones que les demostrarán, mejor quizá que circunstanciadas argumentaciones, que se confirma de modo extraordinariamente fuerte la sospecha de que precisamente en esta búsqueda del origen absoluto recae la filosofía en lo más relativa, a saber, la glorificación de relaciones interhumanas estrechas y ligadas.
Dice, por ejemplo: «Y el trabajo filosófico no transcurre como ocupación retirada de un solitario». Me gustaría pensar que efectivamente transcurre como tal trabajo apartado de un solitario, y por lo que nos atañe preferiría que éste se comportase como simple artesano o sencillo hombre del pueblo que se recoge las mangas. En realidad no lo hace. «Está inmerso en el trabajo de los campesinos. Cuando el joven labrador arrastra la pesada carreta, y cargada de troncos de haya en un viaje peligroso...» -¿por qué ha de ser peligroso necesariamente el viaje?- «...la conduce a la granja; cuando el pastor...» -ya no existen muchos pastores así- «con paso lento y meditabundo conduce por la cuesta su ganado; cuando el campesino en su alquería dispone adecuadamente las tejas innumerables para su tejado, entonces compruebo que mi trabajo es de la misma especie. Ahí arraiga la pertinencia inmediata del campesino. El ciudadano cree estar entre el pueblo cuando condesciende a una larga conversación con un labrador. Cuando en una pausa del trabajo, al atardecer, me siento en el banco del hogar o en el rincón de la mesa, apenas hablamos. Fumamos nuestras pipas en silencio. Quizá de cuando en cuando cae una frase: que la tala en el bosque toca a su fin, que la noche anterior irrumpió la marta en el gallinero, que probablemente mañana tendrá un ternero la vaca, que cayó un rayo, que va a cambiar pronto el tiempo. La pertinencia interna del trabajo propio a la Selva Negra y sus hombres viene de un autoctonismo suaboalemán de siglos no sustituíble por nada» -y bien entendido que esto lo dice de sí, no de otro-. «Por otra parte tiene el pensamiento campesino su fidelidad sencilla, segura y aplicada. Hace poco murió una anciana campesina. Charlaba conmigo a menudo y con gusto.» Podría pensarse, según la filosofía heideggeriana, que al charlar incurría en la esfera de la inautenticidad y del «se», pero como se trata de una campesina anciana no vamos a condenarla a ese infierno. «Charlaba conmigo a menudo y con gusto, y sacaba a colación viejas historias de la aldea. Conservaba en su lenguaje fuerte y figurativo muchas palabras antiguas, y expresiones ya incomprensibles para la juventud actual, perdidas ya para el lenguaje vivo.» Aunque sólo charlaba, se ve que estaba en el secreto de las cosas. «Tal pensamiento vale incomparablemente más que el más hábil reportaje de una gran publicación sobre mi supuesta filosofía.» El texto acaba así: «Hace poco recibí un segundo llamamiento de la Universidad de  Berlín. En tales ocasiones me retiro de la ciudad a la aldea. Oigo lo que dicen los montes, los bosques y las granjas de labradores. Me acerco a un viejo amigo, un labrador de setenta y cinco años. Se ha enterado por el periódico de la propuesta de Berlín.» ¡Algo es algo «¿Qué dirá? Lentamente pone la mirada segura de sus ojos claros en los míos, mantiene la boca rígidamente cerrada, coloca sobre mis hombros sus manos fieles y prudentes y mueve la cabeza apenas perceptiblemente. Lo que quiere decir: no, inexorablemente»[ii].
No les cito esto para que ustedes y yo pasemos una hora divertida, ni tampoco para burlarme de Heidegger, aunque ello constituya un subproducto de tal lectura, sino porque arroja luz sobre el supuesto nivel de este summus philosophusSi se presenta alguien con la pretensión de ser no un filósofo académico, no un simple científico, sino un pensador en el sentido enormemente enfático, según el cual el pensar es un modo de comportamiento que abre el ser mismo, no pueden despachar esas frases como simple ocupación de domingo, entretenimiento poético festivo de un profesor. Sé perfectamente que hay incontables profesores que han escrito malas novelas y peores poesías, que hay profesores de filosofía que escriben con pseudónimo novelas regionales, pero cuando la pretensión es tan enfática, y por lo que respecta a la famosa concreción se expresa en una prosa como ésta, cae inevitablemente una pesada sombra -la sombra de la montaña- ­sobre el contenido de la ontología.
En realidad quería mostrarles solamente con este lírico intermezzo que con un concepto como el de suelo y origen, al que me gustaría decir se acerca uno con una cierta ingenuidad, desde la oposición a la superficialidad, no se eliminan del todo las asociaciones a algo también socialmente viejo y primitivo. Así, por su propio peso, conduce a una deplorable ideología como lo es la ideología de la cual les he ofrecido algunas pruebas. La pobreza de esta ideología se puede determinar bien por lo demás. No quisiera quedarme con el efecto ciertamente contundente de esas frases. Su misma comicidad -y pienso que quizá no estamos obligados a dar cuentas al señor Heidegger, pero sí, a nosotros mismos- tiene su razón, que consiste en exponer como sustanciales y obligatorias relaciones que ciertamente pueden sobrevivir acá o allá en el mundo, en que existimos, pero que sólo viven gracias a la tolerancia del proceso de industrialización, al igual que los animales salvajes de África sólo viven por la gracia de las compañías de aviación que por casualidad no han colocado sus grandes campos de aterrizaje en los lugares correspondientes. Se trata de algo internamente efímero y pasajero. Esas formas no son adecuadas a la sustancia real de la vida actual, es decir, a la autoconservación real de la humanidad y los procesos por los que todos nosotros nos mantenemos con vida. En realidadaquí se nos presentan con esa enorme pretensión de sustancialidad, y en un alto sentido, vacaciones, vacaciones no solamente para los habitantes de la ciudad, sino también para los hombres que así viven y cuya propia forma de vida podría ser sustituida sin más por otras formas de vida, si no fuesen detenidas determinadas fuerzas de producción.
Esta desproporción procura objetivamente a la alabanza de las relaciones sencillas un momento de mendacidad.Allí donde tales relaciones han existido efectivamente con cierto carácter inmediato, y se ha reaccionado desde ellas en lugar de reflexionar sobre ellas y glorificarlas, tiene todo ello otro sentido y carácter. No es ninguna casualidad que en Johann Peter Hebel no se glorifique, la vieja campesina charlatana ni al estólido labrador que menea la cabeza, sino al peleón del lugar y a cualquier figura más o menos casquivana, esto es, a los que saben dar chascos al orden burgués. Heidegger habría convertido por el contrario probablemente a todas estas gentes en reporteros de sus lugares natales. Pueden, por tanto, reconocer que la falsedad de estas cosas depende precisamente de lo que niegan tales formulaciones: el proceso histórico. El proceso histórico, por el que tales relaciones caen objetivamente en desuso, significa al mismo tiempo que el recurso a ellas como lo verdadero y sustancial tiene en sí el momento de la falsedad. Cuando antes preguntaba por qué tenía que ser peligroso el camino, todos ustedes se han reído. En esa risa se refleja el conocimiento de que hoy día ya no hay carretas, sino que probablemente el campesino utiliza un tractor, y que con los medios actuales de la técnica pueden hacerse caminos en los que no se rompa uno el pescuezo.
En el texto, sin embargo, parecía que la profundidad y sustancialidad adquirían más alta dignidad por el riesgo, por el ser-que-se-mantiene-en-la-nada; Dios sabe lo que esas pobres gentes tendrán que hacer, no todo seguramente por amor a la filosofía. Ahora bien, ¿qué clase de dignidad metafísica superior es la que no puede expresarse sino refiriendo sus categorías a una situación histórica, que al expresarse, se muestra ya superada? Sean conscientes de esto: tal como hoy es el mundo, adquiere el discurso aparentemente más ingenuo sobre el origen, sobre lo primero, sobre los oficios o el trabajo, esta visión retrospectiva. La falsedad más profunda de estas cosas no radica, sin embargo, en erigir esos momentos en ideal social, pues yo sería el último en negar que en el actual estado de industrialización determinadas relaciones aldeanas o campesinas adquieren una especie de brillo sosegado y arrastran a la nostalgia, precisamente porque están condenadas a morir.
No pasamos por encima de las formulaciones de Heidegger cuando polemizamos simplemente contra ellas. También aquí debemos intentar, como se suele hacer en tal tipo de consideraciones, determinar la necesidad o verdad que pueden contener. Sería tan miserable y mezquino proscribir la alegría de Amorbach y Wertheim por el hecho de que Amorbach es un anacronismo frente a Chicago y Manhattan, como por otra parte sería engañoso proponer a Amorbach y Wertheím como ideal del mundo en que vivimos. Pero, y creo que con esto llegamos a lo más profundo del asunto, lo verdaderamente engañoso de esta pregunta y este discurso sobre el origen radica en que en realidad no se trata, como, digamos, ha sido el caso de ese bueno de Wilhelm Heinrich Riehl en el siglo XIX, de oponer a la civilización industrial un cuadro ensoñador de tal vida. En este contexto no se cree ya seriamente en la realización de tal ideal, sino que cuanto más progresa el poder del dominio sobre la naturaleza, y de las formas de dominación intrasociales en que culmina dicho dominio, tanto más se hace a este progreso el contrapunto del culto a la vida sencilla, simple y originaria.
Si piensan en el nacionalsocialismo desde este punto de vista, verán que en él no se han reconstruido efectivamente relaciones pequeño burguesas o pequeño campesinas, ni nadie lo ha buscado en serio. Por el contrario, el nacionalsocialismo ha perseguido con enorme poder y rapidez ciertos procesos de concentración capitalista y progreso técnico que no hubieran podido hacerse de la misma manera por el camino del principio del laissez-faire de la sociedad burguesa. Y sólo como complemento, o dicho sociológicamente como ideología complementaria, se inventó la teoría de la sangre y el suelo. Así se entiende exactamente y se tiene que pensar el mundo de las autopistas, que en el fondo no pueden ver desde las aldeas los artificiosos campesinos de los que trata Heidegger. No se trata de un ideal, sino sólo realmente de un deseo, que es especialmente funesto porque no permanece simplemente en el ámbito de un consumo cultural de grado menor, sino que se comporta como si se enfrentase al ejercicio de la industria cultural, y lo otro se le opusiese. En realidad es, sin embargo, con arreglo a su función un trozo de industria cultural, y esto lo demuestra que el lenguaje de esa prosa remite de modo inmediato a la de Ludwig Ganghofer y Max Jungnickel, a partir de los cuales habría que interpretar a mi entender la filosofía de Heidegger más bien que desde Braque o Parménides.
Quisiera, sin embargo, para no ser injusto, repetir una vez más que en la protesta contra la civilización técnica que aquí tiene lugar hay también naturalmente un momento de verdad, y yo sería el último en burlarme de esa nostalgia que se deposita en tal pastiche filosófico. Ahora bien, la falsificación empieza con la inversión de esa nostalgia, de manera que vista hacia atrás se estanca en algo inalcanzable e irreconstruible, y por otra parte esboza un cuadro ideal no querido propiamente, puesto que en realidad no es más que una especie de adorno de la realidad que progresa inconteniblemente.
Cuando Heidegger habla en un escrito mucho más tardío de las diferentes posibilidades del ser y pone una junto a otra, como posibilidades del ser en cierto modo equivalentes, la civilización americana, el comunismo ruso, y quién sabe qué más cosas, él mismo descubre, dicho sea de paso, que poco tienen que ver en el fondo estas supuestas concepciones sustanciales con lo pensado por él.
La idea de que se tiene un suelo firme y seguro bajo los pies cuando el proceso de pensamiento puede ser detenido o interrumpido en un determinado lugar, es un sustituto de la verdad, misma. Ahí me parece que radica hoy el error o falsedad de la pregunta por lo primero y originario. Se dice que tal apoyo es la verdad porque no se confía en pensar consecuentemente la verdad, porque la verdad duele mucho como sostiene un viejo mito, y conocer la verdad por completo hoy, implicaría tocar críticamente determinados presupuestos de nuestra propia existencia real, lo que sería muy desagradable. Por eso esas detenciones, esa reflexión angustiada sobre las consecuencias del pensamiento, se convierten en sustituto de la verdad misma, mientras que antes de que realmente se efectúen esas reflexiones, no importa en absoluto si lo firme y primero es también necesariamente lo verdadero.
La legitimación de este planteamiento radica en que se dirige contra la arbitrariedad de cualquier ocurrencia, también contra todo lo efímero que procede efectivamente de la industria de la cultura, por tanto, de todo aquello de que nos alimentamos día tras día, novedades, informaciones, etc., por razones de búsqueda de un beneficio. Todo esto presupone la verdad, siendo así que en realidad es siempre la misma falsedad. Como dice un refrán francés: plus ça change, plus c’est la même choseEn la medida en que la pregunta por un suelo firme se opone a este cambio malo, es legítima tal necesidad, pero como en la actual sociedad se abusa de casi todas las necesidades legítimas y se las pervierte en su contrario, esa necesidad de perforación, a la que sucumbimos en tal actividad, se confunde con el ser necesario, estático, invariable de la cosa en sí misma y con la verdad, considerada como algo firme, inmóvil y permanente. Cierto que esta confusión ocurre en la filosofía desde Platón como el gran engaño.
Se trataría de disponer los fenómenos en su constelación, por amor de la verdad y frente a los epifenómenos, en lugar de tomarlos aisladamente, y de no relacionar la multiplicidad concreta y desplegada de los fenómenos con algo primero siempre y necesariamente pobre. La comicidad de la ideología de la sangre y el suelo radica, y no en último término, en que lo que ofrece y se presenta con la pretensión enfática de constituir el verdadero ser, es demasiado escuálido e indigentealgo así como el olor que emana de la gente pobre. Se tiene la sensación de que si lo absoluto no es más que el aire que hay en torno al bendito asiento de la chimenea, no quisiera uno tener nada que ver con él.
10 de julio de 1962

He recibido un escrito en el que un compañero de ustedes me censura por el estilo de mi polémica contra Heidegger. El escrito lleva la firma completa. He experimentado gran alegría, por ser señal de un verdadero valor cívico, y por parecerme un índice de que lo que les digo no es captado como algo meramente académico, sino que, dicho menos académicamente, es algo que les cala bajo la piel.
Creo que no puedo demostrar mayor atención a este compañero que examinando en detalle sus objeciones, y con ello quizá se aclare lo tratado últimamente. En primer lugar, quisiera rectificar un error. La cita que he hecho no pertenece a una obra secundaria, sino que está tomada de un artículo de Martin Heidegger. El título del artículo dice exactamente: «¿Por qué permanecemos en la provincia?» Apareció el 10 de marzo del año 1934 en la Alemanne-Kampfblatt des Nationalsozialisten Oberbadens, y exactamente en el apéndice cultural de tal «hoja de combate», que lleva por nombre «Hacia nuevas orillas». El equívoco consiste en que este artículo está impreso en el libro de Guido Schneeberger Relectura de Heideggeraparecido en Berna en 1962. Pero se trata de una reproducción auténtica e incuestionable de un texto original de Heidegger, cuya autenticidad, por cuanto yo sé, no ha sido puesta en duda nunca por él, ni por ningún otro actuando en su nombre.
Su compañero ha argumentado -sin identificarse, por lo demás, con la ontología existencial ni con Heidegger, para no herir de ningún modo la lealtad que le debo- que se trata de un producto secundario sin gran relevancia.
Creo que en tal caso el mismo Heidegger no aceptaría el argumento, pues recordarán que el documento que les he leído está escrito con gran pasión, y soy de la opinión de que todo el que se presente con la pretensión de Heidegger, esto es, la de ser un pensador y no un mero especialista en filosofía, debe hacerse en este sentido responsable. Y tanto más cuanto que aquí se da una estrecha conexión entre la articulación de las llamadas obras fundamentales y el escrito en cuestión. No quisiera de ningún modo ser tan riguroso en estas cosas que aproveche cualquier manifestación, circunstancial y sin más alcance, escrita por un filósofo, cuando se trata de una argumentación contra las llamadas obras fundamentales. Pero aquí se trata de una filosofía que saca esencialmente su virtualidad del hecho de presentarse rompiendo las fronteras de lo académico a las que su compañero quisiera remitirme. Esta filosofía ha puesto en el artículo en cuestión las cartas boca arriba de modo muy concreto e inmediato. No puedo considerar como bagatela una tal confesión de sus simpatías. Por lo demás, ha pasado claramente por alto su compañero que les he expuesto con detalle la relación entre este texto excéntrico y la categoría heideggeriana fundamental de la originalidad, tal como se contiene en las pretensiones de una ontología fundamental.
El concepto de origen está en Heidegger en conexión con lo que enseña sobre la formación general de conceptos en la filosofía. Somos culpables de una escisión ocurrida en fecha relativamente temprana y que podemos datar más allá de Aristóteles, una escisión entre el ser y el ente, que constituye, podría decirse, una cosificación, algo como un olvido del ser o una pérdida del ser. La verdad de la filosofía ha de radicar en la superación de tal escisión, más allá de ese pensamiento objetivante, que Heidegger en su período final ha llamado metafísica en sentido infravalorador.
Pero al establecer la pretensión de que ese ser originario, al que hay que remontarse, no es por su parte nada conceptual, sino la realidad más excelsa, cobra inmensa dignidad todo aquello que a él se refiere. Puesto que en la doctrina de Heidegger de que hablamos, se emplea con el mayor rigor el concepto de suelo como contraconcepto de un supuesto pensar sin fundamento, es legítimo preguntar qué es lo que entiende exactamente por suelo. Y puesto que dicho suelo no es en él algo conceptual abstracto, no es un principio o sustancia como en la tradición cartesiana, sino precisamente algo muy real, y como además el mundo metafórico de Heidegger se refiere siempre al contexto de las relaciones agrícolas, tiene uno realmente derecho a investigar las implicaciones de ese modelo real allí donde aparezcan.
Pienso que tras este ideal de lo primero en cuanto suelo hay algo así como el autoctonismo en cuanto figura conductora o, como he intentado explicar en una parte de mis Mínima moralia,[iii] que ha sobrevenido a la filosofía de modo irreflexivo una representación que procede de la sociedad: el que ha sido primero en cualquier lugar, el que ha poseído el primero, es el de mejor natural, el de calidad, frente al recién llegado o al inmigrante. No se puede dejar de reconocer un cierto apasionamiento contra determinados grupos inestables en la inspiración total de la filosofía de Heidegger. Si el ser se equipara en este sentido a lo agrario, puesto que ambos se equiparan, aunque no expresamente, en el mismo lenguajehan de tomarse de modo muy serio y grávido las explicaciones que  versan sobre tal realidad, sobre la que puede hablarse en general. Por ello yo consideraría de hecho este texto de Heidegger en un cierto sentido como clave de su filosofía, de lo que entiende por autenticidad. Sigo así un método que ahora libremente y con mucho gusto les confieso: que se puede conocer claramente lo que de veras hay en un pensamiento, a partir de manifestacionesexcéntricas que aparentemente no están tan estructuradas como la gran filosofía oficial, pero en las que el pensamiento se suelta, por así decirlo. En ocasiones se puede sacar más de la auténtica sustancia de un pensamiento de tales manifestaciones excéntricas, y quizá en cierto sentido periféricas, que de las oficiales, y por oficiales entiendo aquí las exposiciones cuidadosas del mismo pensamiento. En esto me uno a una tradición cuyos máximos nombres son el de Nietzsche que ha escrito un trabajo contra David Friedrich Strauss, y la obra conjunta de Karl Kraus, de la que afirmaría que debiera ser estudiada hoy por todo aquél que quisiera ocuparse en serio de filosofía y, sobre todo, de filosofía del lenguaje  -y la obra de Heidegger es esencialmente filosofía del lenguaje.
Su compañero me acusa de que ridiculizo a Heidegger en el símil del campesino. A esto tengo que decir: está lejos de mí la  intención de ridiculizarle. He leído literalmente demostraciones sobre determinados argumentos y de ningún modo he seleccionado de ese trabajo ejemplos especiales. La analogía con el cazurro no ha consistido en una comparación maliciosa basada en que se habla del  campesino acá o allá, sino que radica en el mismo lenguaje empleado. He intentado desarrollar ante ustedes la impertinencia, la vaciedad y apariencia de tal lenguaje. La sal de la demostración está en ese desarrollo, en esa crítica. Quisiera añadir algo más a la cuestión del campesino. Es un lenguaje convertido en cliché; sobre todo la imagen del labrador que está en su base, su parquedad, su actitud, el silencio en que se encierra, etc. Todo esto ha sido perseguido a muerte y agotado en la literatura. El texto que les he leído no ofrece en la forma de su lenguaje ni en su expresión propia la menor huella de una intuición original de las estructuras campesinas, como, sin embargo, ocurre cuando se han ocupado de los campesinos importantes escritores, como por ejemplo, Guy de Maupassant o también según mi gusto Balzac en su novela última e inacabada.
Precisamente este comportamiento secundario, estereotipado, justamente donde se intenta la originalidad, desmiente el supuesto contenido. No constituye esto lo cazurro de la prosa, sino también el índice de su falsedad. Además me reprocha su compañero que debería haber entablado la polémica con Heidegger en sus textos centrales. A esto debo contestar que varias veces en mis lecciones me he ocupado detalladamente de la filosofía heideggeriana y de los llamados textos oficiales. En el Collège de France he dado tres conferencias en que he analizado los conceptos centrales de Heidegger. He expuesto de manera sumamente crítica los fundamentos de toda la filosofía de Heidegger en cuanto se refieren a Husserl en mi Metacrítica de la teoría del conocimiento [iv].
Finalmente, quisiera decir contra la objeción de que mi argumentación no ha sido académica, que la filosofía de hoy día, si es que todavía tiene su existencia una justificación y si no se ha transformado de hecho en una ocupación trivial que prosigue sólo porque empezó en otra época, sólo y exclusivamente puede justificarse allí donde hace estallar las representaciones de lo académico. Y si se me dice que yo debiera haberme comportado de otro modo con mi colega Heidegger, contestaría que el concepto de colega, aunque yo lo he usado aquí ocasionalmente en contextos más despreocupados, es inapropiado a la hora de tratar cosas tan enormemente serias, que eso es lo que estamos haciendo. El que dos filósofos tengan que ser seriamente colegas, es ya de antemano algo tan ridículo y tan opuesto al concepto de filosofía, algo tan institucionalmente estrecho y cosificado, que quisiera apelar a ustedes y al compañero que me escribió carta tan sincera, a que reflexionen sobre si este concepto tiene todavía hoy fuerza obligante. Tanto más cuanto que el señor Heidegger en tiempos en que yo y una serie de hombres éramos expulsados de aquí, no aplicó la colegialidad a la que ahora quieren remitirme. Me sé totalmente libre de sentimientos de venganza, pero pienso que en tales cosas no puede haber dos clases de derecho.
Entretanto, la situación es singular. Por una parte resuenan las calles con las consignas de lo existencial y precisamente yo busco mantenerme libre de ese existencialismo vulgar que cree ininterrumpidamente confrontar y a ser posible confundir el pensamiento con el pensador. Pero cuando en un momento determinado -porque aquí se ventila el paso de la filosofía a la realidad social- las cosas mismas exigen realmente lo que significa la palabra «comprometerse», cuando uno habla no como académico o colega, sino como hombre viviente y responsable, y cuando abiertamente y sin miramientos polemiza con otro hombre existente empíricamente, entonces precisamente aquello que debería ser considerado como existencial en el sentido de la doctrina que critico, es motejado como infracción contra las reglas del juego académico. No puedo atenerme a tales reglas en este contexto ni donde haya algo serio que tratar, y yo diría que pasar tales fronteras conduce a esa trascendencia que sólo a la filosofía corresponde. Me gustaría suponer que en esta cuestión incluso Heidegger, aun, cuando por otros motivos, estaría de acuerdo.
Permítanme añadir algo más. Después de lo que ha pasado y de lo cual los más jóvenes de ustedes sólo pueden hacerse una imagen pálida que además posiblemente se paraliza y volatiza aún más por todas las influencias posibles; después de lo que ha pasado, ya no existe lo inocuo y neutral. Después de que millones de hombres inocentes han sido asesinados, comportarse filosóficamente como si aún hubiese algo inofensivo sobre lo que discutir, como se ha dicho, y no filosofar de manera que uno tenga que avergonzarse de los asesinatos, sería ciertamente para mí una falta contra la memoria, contra esa mnemosyneque ya desde Platón es el nervio de la filosofía. De aquí extraigo la consecuencia -y con ello creo no ser, ajeno a la tradición de la filosofía, sino justamente incluirme en la tradición del valor civil filosófico que va desde Fichte hasta Nietzsche- de que también se sigue pensando cuando hay un dolor y cuando le causan a uno mismo el dolor. La falta de tal actitud no es seguramente la última razón del desplome de la filosofía en toda su extensión y que no puedo silenciar. Y con ello termino mi respuesta a la carta de su compañero.
Quisiera añadir unas palabras a la llamada cuestión del origen. Cuando se ataca una orientación del espíritu, se debe también comprender su origen: No se trata, por emplear de nuevo la expresión de Feuerbach, de estar contra un teorema o pensamiento, sino de estar sobre él. Cuando en el caso especial de Heidegger se quiere perseguir el origen del origen, probablemente se tropieza uno con la influencia muy significativa del arte arcaico, que sólo se ha manifestado plenamente en nuestro tiempo, y a cuyo poder, cuando por primera vez se contempla un templo dórico antiguo, no puede uno sustraerse. Ahora bien, así como no se puede separar la experiencia artística y la experiencia filosófica, tampoco se puede convertir aquélla inmediatamente en norma filosófica. Por lo demás, incluso dentro del arte, no estaría más cerca del origen un arquitecto que bajo la impresión del arte arcaico de Paestum o Agrigento, intentase construir templos parejos, sino que se quedaría muy lejos de tal origen, precisamente por la falsedad del recurso. Desde el punto de vista estético esto es de una claridad inmediata. Sin embargo, es curioso que no sea igualmente claro en el plano del concepto, en el pensamiento arcaizante de Heidegger. Hay algo así como una superstición exclusivamente propia de nuestro tiempo, según la cual el pensamiento temprano debe ser más verdadero. Posiblemente sea esto una reacción contra la creencia en un progreso imperturbable conforme al que los hombres serán siempre cada vez más inteligentes. Con ello se está lejos de aquella expresión de disociación, sufrimiento y oscuridad que se halla en el pensamiento y el arte arcaicos, y cuya conciencia actual no es seguramente la menor de las hazañas de Nietzsche.
Ciertamente se da en este sentimiento una determinada experiencia de ingenuidad, frescor, de relación-inmediata-con-las-cosas que también tiene para nosotros algo de ideal. Si comprendemos el ideal del pensamiento arcaico en el sentido de no dejarnos deslumbrar por la configuración coagulada y objetivada de la cultura, por la segunda naturaleza en que estamos atrapados, sino por el contrario en cuanto que se debe intentar traspasar las murallas levantadas en torno nuestro por la sociedad y su reflexión sobre el espíritu, no cabe duda de que hay en ello algo de verdadero y exacto. Un pensamiento que no tenga la energía que se expresa soberbiamente en aquellos versos de Rilke: «Puesto que no hay ningún lugar que no te vea, tienes que cambiar tu vida»[v], es un pensamiento convencional. Sin embargo, no podemos sólo por un comportamiento espiritual remover el poder de la cosificación, del convencionalismo, de la alienación, de todo lo que se interpone entre nosotros y la inmediatez de la experiencia. Lo engañoso del ideal arcaico de los orígenes (en un libro‑homenaje dedicado a Heidegger se hace resaltar expresamente que su ideal es arcaico), lo inadecuado de tal ideal se confirma porque no podemos comportarnos con las cosas como si tuviéramos con ellas una inmediatez pura y antigua en un mundo totalmente mediado y con unas cosas mediadas hasta lo más íntimo por este mundo. La despreocupación de ese pensamiento y su ingenuidad son al mismo tiempo sus barreras.
Cuando les hablaba de la pertinencia en el progreso de la filosofía en cuanto complejo de argumentos,precisamente tal cuestión se refiere al hecho de que tales teoremas, pese a sus pretensiones, resultan falsos, excesivamente indiferenciados y de una sola pieza como para que el pensamiento mismo pueda resistirlos. Quizá les extrañe que precisamente diga esto un teórico del arte, pero en cierto modo se está midiendo aquí la filosofía con un ideal estético, a saber, que en estos tempranos documentos hay algo de aquella frescura primera que irradian las obras de arte de igual período. Pero así no se ve que la filosofía, al emitir juicios sobre el ente y la realidad con tales conceptos, se conforma a un metro estético, se ocupa de su propia figura, y no de su actitud frente a la objetividad como dice Hegel. Que se trata de un engaño, de una falsedad, se ve porque hoy la conciencia desarrollada y reflexiva no quiere acudir a tal recurso a los orígenes. Antes bien, por doquier, se trata en el mundo del pensamiento de rupturas, que no son tan diferentes de las rupturas lingüísticas que les he mostrado. En otros términos, el pensamiento arcaico no es susceptible de reproducción. El engaño del origen como ideal radica en que algo, que según su sentido propio es irreproductible, algo que debe todo su pathos y su fuerza a su propia irreproductibilidad, es tratado como si procediera de modo inmediato de la subjetividad, la libertad, la nostalgia y la arbitrariedad del pensador.
[...]
12 de julio de 1962
Theodor W. Adorno